En estos últimos días de un año singular, las casas y calles se vuelven a prepara -a pesar de todo- a la espera de la navidad. Junto al árbol, la escena del pesebre recuerda que la esperanza nace allí donde la falta es fuerza. Nace desde los últimos, nace afuera, y desde ahí es que abre la casa y dispone el banquete para todos. En el tiempo de las fiestas recapitulamos la vida, y en las mesas de cada cual, es posible ver y pensar el largo mesón de la Patria entera. Y, un poco más allá, la fiesta prometida a todos los pueblos. La invitación a recomenzar, de a uno y de abajo, para volver a sentarnos a la mesa como lo que somos: FRATELLI TUTTI.

Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad. Entre todos: «He ahí un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una hermosa aventura. Nadie puede pelear la vida aisladamente. […] Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos! […] Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos»[6]. Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos.

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LUGARES DE NACIMIENTO: Prepara la cuna, servir la mesa

Todo acontecimiento redentor, cada destello de verdad, sea en el amor, en el arte o la reflexión y, sobre todo, en la política, llega inesperado en el tiempo. Sorpresivo y gratuito. Pero llega a un lugar, a una trama, a una cuna, a un lecho dispuesto y alerta. A un pueblo y una tierra, barrio o ciudad, país o mundo en el que algunos están atentos, por si lo inesperado invita a jugarse a construir una salida. AsÍ es la dinámica de la buena noticia.

El tiempo es superior al espacio. Pero el espacio espera abajo, cerca de las raíces, donde la memoria ningún recuerdo omite.

Para que el tiempo suceda en su modo cualitativo, propiamente humano y por eso divino, hacen falta espacios donde se lo pueda recibir. 

Sucede el tiempo que salva, que redime, que encuentra, cuando muchos, sabiéndolo o no, se van encontrando y van esperando. 

Procesando, en la palabra y en la acción, la esperanza, los viejos dolores y heridas desde los que nos levantamos y en los que nos conocemos, las alegrías que se defienden y se agradecen porque las recibimos como regalo, las batallas cotidianas y las otras.

Son lugares hechos, más que de geografía, de recorridos y encuentros. Conspiraciones: trama de respiraciones compartidas. De las que cuajan un espíritu común. Lugares, de dramas cotidianos, en los que el duelo de los dolores y las batallas, la memoria de la historia y las promesas y los que nos precedieron se encuentran con el deseo de alegrarse, disfrutar y cantar. 

Mucha gente, en diferentes momentos de la historia, hizo estos espacios, construyó estos lugares, y así pudieron recibir la novedad que los puso de pie. Fue porque estuvieron vigilantes, atentos. No se distrajeron ni en la indiferencia, ni en la banalidad ni en las diferencias pequeñas y narcisistas. Pudieron hacer silencio, o escuchar entre el ruido, o contar otras palabras, entrar en otras conversiones.

Fue también, y es, porque estuvieron disponibles. Dispuestos: en los caminos, las instituciones, los días y las relaciones, los proyectos y las organizaciones, puestos de tal manera que pudieron estar en apuesta, en disposición para recibir justicias y alegrías que se pudieran hacer crecer.

Se olvida que «no existe peor alienación que experimentar que no se tienen raíces, que no se pertenece a nadie. Una tierra será fecunda, un pueblo dará fruto, y podrá engendrar el día de mañana sólo en la medida que genere relaciones de pertenencia entre sus miembros, que cree lazos de integración entre las generaciones y las distintas comunidades que la conforman; y también en la medida que rompa los círculos que aturden los sentidos alejándonos cada vez más los unos de los otros.

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La historia de la navidad es una narración retrospectiva para explicar y recordar que hubo que preparar lo que después fue justicia y salvación. Lo mismo con los pesebres, que no casualmente Francisco de Asís, hombre de alegría y recomienzo, promovió con fervor y ternura. Mostrar lo cotidiano, esa escena en un lugar de la tierra, personas y personajes que posibilitaron que algo empezara.

Escena, el pesebre, de la tierra, la vida y la historia de un pueblo. En dos sentidos: la historia larga -esa que está reflejada, en la historia de Navidad, en la idea de que la cosa venía de Belén de Judea- aunque era evidente que Jesús de Nazaret venía propiamente de Galilea. Pero Belén era la tierra donde había venido un rey -David- que se recordaba como alguien que había traído días felices. Por eso se cuenta el nacimiento desde ahí. Memoria histórica y esperanzas tramadas.

No solo esta historia larga. También historias de gente en sus arcos de vida, de compromiso. Pastores que, trabajando turno noche, en medio de sus tareas y sus sueños reconocen un mensaje de “alegría para todo el pueblo”. 

Viejos y viejas que recuerdan las tradiciones de su pueblo y que ante la inminencia de una promesa, rompen a cantar.

Profetas rigurosos, que claman por recomponer el pueblo volviendo al origen y volviendo a cruzar el río que hizo la patria. 

Sabios errantes, buscando señales en el cielo sobre una inminencia. 

Y en el centro, una mujer que se transforma en figura de lo más dispuesto de todo un pueblo en la plenitud de su fuerza, belleza y potencia humana -por eso “virgen”, y no por triste moralina-. Una familia para la que no había “lugar en la posada”, pero que en la periferia se las arregla para salir adelante.

Pesebres, mesas, herramientas de trabajo, campo abierto, caminos, hombres y mujeres, trabajadores, gente memoriosa que en algún momento supo esperar y vigilar, perseverar y construir, son el pesebre histórico, el espacio de vínculos donde el tiempo encuentra donde recostarse para hacer nacer, justamente, un tiempo nuevo.

EL LUGAR DE LOS ENCUENTROS: escena, confluencia y oportunidad 

Finalmente, recuerdo que en otra parte del Evangelio Jesús dice: «Fui forastero y me recibieron» (Mt 25,35). Jesús podía decir esas palabras porque tenía un corazón abierto que hacía suyos los dramas de los demás. San Pablo exhortaba: «Alégrense con los que están alegres y lloren con los que lloran» (Rm 12,15). Cuando el corazón asume esa actitud, es capaz de identificarse con el otro sin importarle dónde ha nacido o de dónde viene. Al entrar en esta dinámica, en definitiva experimenta que los demás son «su propia carne» (Is 58,7).

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La mesa navideña es un lugar, una escena y una oportunidad. Confluencia, conversación y celebración.

Hay mesas y mesas. Están las mesas largas colmadas por varias generaciones -abuelos, padres, nietos- y también la sidra solitaria del que trabaja el 24 a la noche. Las de la abundancia y hasta el despilfarro, y aquellas en las que falta todo. La del reencuentro y la de la discordia recurrente. La que siempre tiene una silla más para sumar y la que se achica por soberbia o avaricia. La de las casas y las de las calles. 

En la mesa de Navidad se dan cita también las heridas, las injusticias y los pesares. “Danos el pan de cada día”, dice la oración, pero en Navidad no alcanza con un guiso. El pan dulce y la sidra, esa “canasta” navideña representa la cuota de fiesta que nos es dada a todos como derecho, y signo de que para cada uno una noche puede y debe ser de esperanza. Las burbujas y la fruta abrillantada -con todas sus variantes y ponderaciones personales- hacen un plus de goce que busca recordarnos que los años felices no solo están en el espejo retrovisor sino que hay una promesa que se adelanta en la copa. Es un pedacito del banquete general que añoramos, el adelanto de una abundancia que necesitamos saber y creer para todos y en la que siempre hay una silla más para sumar. 

Pero la mesa navideña no es la de Coca Cola ni la de Hollywood. Estas la vampirizan y quieren imitarla, pero la de la gente es siempre más real y controversial. En ella se junta lo que somos, lo que podemos ser y, también, lo que ya no somos, y por eso es un espacio de recapitulación, reencuentro y forzamiento. Es sentarse a la mesa con los que amamos pero también con esos “otros” más difíciles. En ese tío, suegro o primo que encarna lo que combatimos, nos encontramos con lo que muchas veces no comprendemos o despreciamos. Tienen rostros, anhelos, sueños y miedos. Diferentes a los nuestros, pero igualmente humanos. 

Es una metáfora y a la vez un ejercicio, ritual, que va más allá de la convivencia y puede aproximarse al reconocimiento de dónde y cómo se hacen cuerpo esas ideas con las que discutimos. Quizás ahí radique también la fuerza de la Navidad, la catarsis de “las fiestas”: la de volver a poner cara a cara lo que se enfrenta día a día, y forzar un diálogo que no puede ser siempre ameno o virtuoso, pero que nos devuelve a la realidad de lo que hay más allá de nuestros segmento y fragmentos, tribus de preferencia o generación autopercibida.  

Por estas cosas y tantas otras, la mesa navideña conserva -pese a todo- ese aura que trasciende todo el cotillón y el nihilismo de moda. El 24 a la noche sigue siendo un momento en que algo se suspende para ofrecer la oportunidad de un encuentro con la fuente que ilumina. La luz nos puede llegar de varias formas: la memoria de alguien que ya no está, la gratitud de saberse bendecido, la contemplación del tiempo, la felicidad de lo compartido, la esperanza en lo que viene. 

Esa luz vuelve a brillar. No alcanza con ojos abiertos, demanda un corazón libre para volver a empezar. 

LA MESA GRANDE DE LA PATRIA Y EL PUEBLO: Lo natal, la navidad y lo nacional

Navidad también es una historia-narrativa de lo común y extraordinario de los que esperan juntos, aunque muchas veces fragmentados o desencontrados. Nacidos en una misma tierra, se van encontrando en la esperanza y la memoria. Un doble movimiento: los que esperan y recuerdan, se encuentran y entonces nace lo que salva. O al revés: el reconocimiento común, progresivo, misterioso y evidente, discreto y desbordante de lo que salva los va juntando, o por lo menos poniendo en sintonía. 

De esta manera lo natal de la Navidad es también lo nacional. Nación es la comunidad y el encuentro de los nacidos. El hecho salvador, vivificador, justiciero y que hace alegria, anuda a los dispersos, levanta a los caídos, hace cómplices a los que creen en la fraternidad posible y cuidan las promesas de felicidad colectiva. Hace que nos reconozcamos como nacidos en una tierra compartida, pero también llamados a encontrarnos, a honrar la existencia.

En estos momentos donde todo parece diluirse y perder consistencia, nos hace bien apelar a la solidez que surge de sabernos responsables de la fragilidad de los demás buscando un destino común. La solidaridad se expresa concretamente en el servicio, que puede asumir formas muy diversas de hacerse cargo de los demás. El servicio es «en gran parte, cuidar la fragilidad. Servir significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo». En esta tarea cada uno es capaz de «dejar de lado sus búsquedas, afanes, deseos de omnipotencia ante la mirada concreta de los más frágiles. […] El servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su projimidad y hasta en algunos casos la “padece” y busca la promoción del hermano. Por eso nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a personas»

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Nación: los nacidos para encontrarse. Comunidad, si. Pero también nación llamada a una apertura total y cada vez más amplia: esa amplitud, ese “todos vienen, todos caben”, es constitutiva de lo propio. Lo interroga y lo realiza. Siempre, pero sobre todo cuando la crudeza de la historia desnuda que la hermandad no es sólo un deseo, sino una exigencia, una condición para sobrevivir.

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.

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Se plasma así y en el mismo momento queda para ser reconocido lo que, siendo evidente, nos cuesta tanto: reconocer que lo que reúne las esperanzas y las promesas, nace desde los últimos, nace afuera. En la periferia pero también en la exclusión. Y desde ahí, desde los últimos, es que abre la casa y dispone el banquete para todos.

Lo que nos hace más nacionales, más hermanos, es el pobre, el expulsado, el que no tenía lugar. Todos invitados al banquete.

Por eso, en la historia de navidad, también vienen y son recibidos los que buscan y encuentran desde otras tierras, los magos caminantes, forasteros errantes, junto a los pastores de la vigilia. 

Y también por eso mismo, la alegría anunciada como canto de gloria se despliega como es: alegría para todo el pueblo. Amados todos, fratelli tutti. 

El amor nos pone finalmente en tensión hacia la comunión universal. Nadie madura ni alcanza su plenitud aislándose. Por su propia dinámica, el amor reclama una creciente apertura, mayor capacidad de acoger a otros, en una aventura nunca acabada que integra todas las periferias hacia un pleno sentido de pertenencia mutua. Jesús nos decía: «Todos ustedes son hermanos» (Mt 23,8)

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En lo concreto de la mesa de todos los días, que se enciende y se pone de fiesta para Navidad, tenemos la oportunidad de ver el largo mesón de la patria entera, el banquete prometido a todos los pueblos. Comenzando de a uno y de abajo hasta el último rincón de la patria y el mundo. 

Manos a la obra, lugar en la mesa para todos y todas. A prepararse para lo que viene. 

  • panen77