El sol de mayo, la revelación de Marechal, un locro compañero, el reventado al costado del camino, un poeta palestino, la homilía del 2003, la compasión por la fragilidad y la Patria que cabalga en la Pampa austral. #FactorFrancisco se suma al desfile de las ansiedades, miedos y sueños de un pueblo que la esta pasando mal pero que ya está juntando la fuerza para volver a florecer.

La Patria existe y no es un concepto sociológico ni un escudo, sino la pulsión de un pueblo que quiere ser. Por eso sentimos la Patria “como un dolor que se lleva en el costado”. No somos indiferentes y no nos da lo mismo. Somos con la Patria porque no queremos ser sin ella y cuando la someten también se clava nuestra rodilla en su tierra bendita. Y es bendita no solo en su abundancia sino porque en ella está la sangre de los nuestros, los cuerpos de quienes nos la legaron y el llanto de nuestros hijos. Eso defendemos y eso nos subleva.

“Donde había una piedra y un sepulcro, estaba la vida esperando. Donde había una tierra desolada nuestros padres aborígenes y luego los demás que poblaron nuestra Patria, hicieron brotar trabajo y heroísmo, organización y protección social”, dijo el Arzobispo ese 25 de Mayo de 2003, jornada en el que el sol de mayo volvió con un resplandor nuevo. También dio gracias por “el don de la Patria”, por esa gratuidad de lo que nos es entregado para gozar y crecer.

Pero la Patria es hoy, como en ese 2003, el reventado al costado del camino. ¿Qué derecho tenemos a la indiferencia? Como podemos «pasar de largo» y después gritar VIVA LA PATRIA. El herido es la Nación y su pueblo, y ese dolor no puede ser solo de aquel. Nos hacemos pueblo cuando esa herida nos duele en el costado como propia, y solo así el sol de mayo brilla de verdad.

Renacer desde lo alto o resucitar, son nombres de algo tan real y trascendental como volver a ser. La figura del «resucitado» es desde aquel lejano año 30 en Palestina, símbolo de que hay otra oportunidad, que un nuevo fuego puede volver a soplar y que esa fuerza tiene consecuencias. Hablar de resurrección es comprender la dimensión mística y política de la historia y la decisión vital del hombre. Porque desde sus orígenes, resucitar a la vida nueva es apostar a una salvación colectiva, a volver a la comunidad y desde ahí caminar hacia el futuro. Y esa decisión nace desde una fuerza que viene y que se hace fundamental cuando la cosa se pone brava y cuesta todo. Es la fe de altarcito y velas consumidas que son los sueños y dolores de un pueblo que pide que esa fuerza nunca deje de volver. Y siempre volverá cada vez que logre religar con lo más profundo y trascendental de sus raíces, esas que hacen a un pueblo eterno.

“Nuestra patria resplandece a lo lejos e ilumina su entorno”, escribe Mahmud Darwish, el poeta palestino que ha hecho brotar belleza de la tragedia nacional más profunda, y con esos mismos versos redactar también la Ley fundamental del Estado que resiste y renace. ¿No es acaso necesario que todas las Constituciones sean rescritas por poetas para que los pactos fundantes de los pueblos suenen más a poesía que a fríos códigos de dominación? ¿Que es una revolución sino exactamente eso? Hay que hacer nuevas todas las cosas, relanzarse a la historia y rescatar la belleza para que seamos más los que estamos mejor.  

Como Marechal la pudo ver taloneando los caballos australes, necesitamos volver a descubrir la Patria. No importa que muchos hombres de nuestro clan la ignoren. La Patria es un peligro que florece y ya está abriéndose frente a nuestros ojos. La potencia contenida en esa flor es universal.

Homilía del cardenal Jorge Mario Bergoglio SJ, arzobispo de Buenos Aires en el Tedéum celebrado en la catedral metropolitana el 25 de mayo de 2003

El tiempo pascual es un llamado a renacer de lo alto. Al mismo tiempo es un desafío a hacer un profundo replanteo, a resignificar toda nuestra vida –como personas y como Nación– desde el gozo de Cristo resucitado para permitir que brote, en la fragilidad misma de nuestra carne, la esperanza de vivir como una verdadera comunidad. Desde este misterio de alegría íntima y compartida, sentimos resurgir un sol de Mayo al que los argentinos, como siempre, deseamos ver como un recuerdo que es destello de resurrección. Es el esperanzado llamado de Jesucristo a que resurja nuestra vocación de ciudadanos constructores de un nuevo vínculo social. Llamado nuevo, que está escrito, sin embargo, desde siempre como ley fundamental de nuestro ser: que la sociedad se encamine a la prosecución del Bien Común y, a partir de esta finalidad, reconstruya una y otra vez su orden político y social.

La parábola del Buen Samaritano* es un icono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que debemos tomar para reconstruir esta Patria que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el Buen Samaritano. Toda otra opción termina o bien del lado de los salteadores o bien del lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del herido del camino. Y «la patria no ha de ser para nosotros –como decía un poeta nuestro– sino un dolor que se lleva en el costado». La parábola del Buen Samaritano nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que sienten y obran como verdaderos socios (en el sentido antiguo de conciudadanos). Hombres y mujeres que hacen propia y acompañan la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se aproximan –se hacen prójimos– y levantan y rehabilitan al caído, para que el Bien sea Común. Al mismo tiempo la Parábola nos advierte sobre ciertas actitudes que sólo se miran a sí mismas y no se hacen cargo de las exigencias ineludibles de la realidad humana.

Desde el comienzo de la vida de la Iglesia, y especialmente por los Padres capadocios, el buen samaritano fue identificado con el mismo Cristo. Él es el que se hace nuestro prójimo, el que levanta de los márgenes de la vida al ser humano, el que lo pone sobre sus hombros, se hace cargo de su dolor y abandono y lo rehabilita. El relato del buen Samaritano, digámoslo claramente, no desliza una enseñanza de ideales abstractos, ni se circunscribe a la funcionalidad de una moraleja ético-social. Sino que es la Palabra viva del Dios que se abaja y se aproxima hasta tocar nuestra fragilidad más cotidiana. Esa Palabra nos revela una característica esencial del hombre, tantas veces olvidada: que hemos sido hechos para la plenitud de ser; por tanto no podemos vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede «a un costado de la vida», marginado de su dignidad. Esto nos debe indignar. Esto debe hacernos bajar de nuestra serenidad para «alterarnos» por el dolor humano, el de nuestro prójimo, el de nuestro vecino, el de nuestro socio en esta comunidad de argentinos. En esa entrega encontraremos nuestra vocación existencial, nos haremos dignos de este suelo, que nunca tuvo vocación de marginar a nadie.

El relato se nos presenta con la linealidad de una narración sencilla, pero tiene toda la dinámica de esa lucha interna que se da en la elaboración de nuestra identidad, en toda existencia «lanzada al camino» de hacer patria. Me explico: puestos en camino nos chocamos, indefectiblemente, con el hombre herido. Hoy y cada vez más ese herido es mayoría. En la humanidad y en nuestra patria. La inclusión o la exclusión del herido al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos. Todos enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo. Y si extendemos la mirada a la totalidad de nuestra historia y a lo ancho y largo de la Patria, todos somos o hemos sido como estos personajes: todos tenemos algo de herido, algo de salteador, algo de los que pasan de largo y algo del Buen Samaritano. Es notable cómo las diferencias de los personajes del relato quedan totalmente transformadas al confrontarse con la dolorosa manifestación del caído, del humillado. Ya no hay distinción entre habitante de Judea y habitante de Samaria, no hay sacerdote ni comerciante; simplemente están dos tipos de hombre: los que se hacen cargo del dolor y los que pasan de largo, los que se inclinan reconociéndose en el caído, y los que distraen su mirada y aceleran el paso. En efecto, nuestras múltiples máscaras, nuestras etiquetas y disfraces se caen: es la hora de la verdad, ¿nos inclinaremos para tocar nuestras heridas? ¿Nos inclinaremos a cargarnos al hombro unos a otros? Este es el desafío de la hora presente, al que no hemos de tenerle miedo. En los momentos de crisis la opción se vuelve acuciante: podríamos decir que en este momento, todo el que no es salteador o todo el que no pasa de largo, o bien está herido o está poniendo sobre sus hombros a algún herido.

La historia del buen Samaritano se repite: se torna cada vez más visible que nuestra desidia social y política está logrando hacer de esta tierra un camino desolado, en el que las disputas internas y los saqueos de oportunidades nos van dejando a todos marginados, tirados a un costado del camino. En su parábola, el Señor no plantea vías alternativas, ¿qué hubiera sido de aquel malherido o del que lo ayudó, si la ira o la sed de venganza hubieran ganado espacio en sus corazones? Jesucristo confía en lo mejor del espíritu humano y con la Parábola lo alienta a que se adhiera al amor de Dios, reintegre al dolido y construya una sociedad digna de tal nombre.

La Parábola comienza con los salteadores. El punto de partida que elige el Señor es un asalto ya consumado. Pero no hace que nos detengamos a lamentar el hecho, no dirige nuestra mirada hacia los salteadores. Los conocemos. Hemos visto avanzar en nuestra Patria las densas sombras del abandono, de la violencia utilizada para mezquinos intereses de poder y división, también existe la ambición de la función pública buscada como botín. La pregunta ante los salteadores podría ser: ¿Haremos nosotros de nuestra vida nacional un relato que se queda en esta parte de la parábola? ¿Dejaremos tirado al herido para correr cada uno a guarecerse de la violencia o a perseguir a los ladrones? ¿Será siempre el herido la justificación de nuestras divisiones irreconciliables, de nuestras indiferencias crueles, de nuestros enfrentamientos internos? La poética profecía del Martin Fierro debe prevenirnos: nuestros eternos y estériles odios e individualismos abren las puertas a los que nos devoran de afuera. El pueblo de nuestra Nación demuestra, una y otra vez, la clara voluntad de responder a su vocación de ser buenos samaritanos unos con otros: ha confiado nuevamente en nuestro sistema democrático a pesar de sus debilidades y carencias, y vemos cómo se redoblan los esfuerzos solidarios para volver a tejer una sociedad que se fractura. Nuestro pueblo responde con silencio de Cruz a las propuestas disolutorias y soporta hasta el límite la violencia descontrolada de quienes están presos del caos delincuencial.

La Parábola nos hace poner la mirada, redobladamente, en los que pasan de largo. Esta peligrosa indiferencia de pasar de largo, inocente o no, producto del desprecio o de una triste distracción, hace de los personajes del sacerdote y del levita un no menos triste reflejo de esa distancia cercenadora, que muchos se ven tentados a poner frente a la realidad y a la voluntad de ser Nación. Hay muchas maneras de pasar de largo que se complementan: una ensimismarse, desentenderse de los demás, ser indiferente, otra: un solo mirar hacia afuera. Respecto a esta última manera de pasar de largo, en algunos es acendrado el vivir con la mirada puesta hacia fuera de nuestra realidad, anhelando siempre las características de otras sociedades, no para integrarlas a nuestros elementos culturales, sino para reemplazarlos. Como si un proyecto de país impostado intentara forzar su lugar empujando al otro; en ese sentido podemos leer hoy experiencias históricas de rechazo al esfuerzo de ganar espacios y recursos, de crecer con identidad, prefiriendo el ventajismo del contrabando, la especulación meramente financiera y la expoliación de nuestra naturaleza y –peor aún– de nuestro pueblo. Aún intelectualmente, persiste la incapacidad de aceptar características y procesos propios, como lo han hecho tantos pueblos, insistiendo en un menosprecio de la propia identidad. Sería ingenuo no ver algo más que ideologías o refinamientos cosmopolitas detrás de estas tendencias; más bien afloran intereses de poder que se benefician de la permanente conflictividad en el seno de nuestro pueblo.

Inclinación similar se ve en quienes, aparentemente por ideas contrarias, se entregan al juego mezquino de las descalificaciones, los enfrentamientos hasta lo violento, o a la ya conocida esterilidad de muchas intelectualidades para las que «nada es salvable si no es como lo pienso yo». Lo que debe ser un normal ejercicio de debate o autocrítica, que sabe dejar a buen recaudo el ideario y las metas comunes, aquí parece ser manipulado hacia el permanente estado de cuestionamiento y confrontación de los principios más fundamentales. ¿Es incapacidad de ceder en beneficio de un proyecto mínimo común o la irrefrenable compulsión de quienes sólo se alían para satisfacer su ambición de poder? Tácitamente los «salteadores del camino» han conseguido como aliados a los que «pasan por el camino mirando a otro lado». Se cierra el círculo entre los que usan y engañan a nuestra sociedad para esquilmarla, y los que supuestamente mantienen la pureza en su función crítica, pero viven de este sistema y de nuestros recursos para disfrutarlos afuera o mantienen la posibilidad del caos para ganar su propio terreno. No debemos llamarnos a engaño, la impunidad del delito, del uso de las instituciones de la comunidad para el provecho personal o corporativo y otros males que no logramos desterrar, tienen como contracara la permanente desinformación y descalificación de todo, la constante siembra de sospecha que hace cundir la desconfianza y la perplejidad. El engaño del «todo está mal» es respondido con un «nadie puede arreglarlo». Y, de esta manera, se nutre el desencanto y la desesperanza. Hundir a un pueblo en el desaliento es el cierre de un círculo perverso perfecto: la dictadura invisible de los verdaderos intereses, esos intereses ocultos que se adueñaron de los recursos y de nuestra capacidad de opinar y pensar. Todos, desde nuestras responsabilidades, debemos ponernos la patria al hombro, porque los tiempos se acortan. La posible disolución la advertimos en otras oportunidades, en esta misma fecha patria. Sin embargo muchos seguían su camino de ambición y superficialidad, sin mirar a los que caían al costado: esto sigue amenazándonos.

Miremos finalmente al herido. Los ciudadanos nos sentimos como él, malheridos y tirados al costado del camino. Nos sentimos también desamparados de nuestras instituciones desarmadas y desprovistas, ayunos de la capacidad y la formación que el amor a la patria exigen.

Todos los días hemos de comenzar una nueva etapa, un nuevo punto de partida. No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan: esto sería infantil, sino más bien hemos de ser parte activa en la rehabilitación y el auxilio del país herido. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia religiosa, filial y fraterna para sentirnos beneficiados con el don de la Patria, con el don de nuestro pueblo, de ser otros buenos samaritanos que carguen sobre sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos. Como el viajero ocasional de nuestra historia, sólo falta el deseo gratuito, puro y simple de querer ser Nación, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar, de levantar al caído. Aunque se automarginen los violentos, los que sólo se ambicionan a sí mismos, los difusores de la confusión y la mentira. Y que otros sigan pensando en lo político para sus juegos de poder, nosotros pongámonos al servicio de lo mejor posible para todos. Comenzar de abajo y de a uno, pugnar por lo más concreto y local, hasta el último rincón de la patria, con el mismo cuidado que el viajero de Samaria tuvo por cada llaga del herido. No confiemos en los repetidos discursos y en los supuestos informes acerca de la realidad. Hagámonos cargo de la realidad que nos corresponde sin miedo al dolor o a la impotencia, porque allí está el Resucitado. Donde había una piedra y un sepulcro, estaba la vida esperando. Donde había una tierra desolada nuestros padres aborígenes y luego los demás que poblaron nuestra Patria, hicieron brotar trabajo y heroísmo, organización y protección social.

Las dificultades que aparecen enormes son la oportunidad para crecer, y no la excusa para la tristeza inerte que favorece el sometimiento. Renunciemos a la mezquindad y el resentimiento de los internismos estériles, de los enfrentamientos sin fin. Dejemos de ocultar el dolor de las pérdidas y hagámonos cargo de nuestros crímenes, desidias y mentiras, porque sólo la reconciliación reparadora nos resucitará, y nos hará perder el miedo a nosotros mismos. No se trata de predicar un eticismo reivindicador, sino de encarar las cosas desde una perspectiva ética, que siempre está enraizada en la realidad. El samaritano del camino se fue sin esperar reconocimientos ni gratitudes. La entrega al servicio era la satisfacción frente a su Dios y su vida, y por eso, un deber. El pueblo de esta Nación anhela ver este ejemplo en quienes hacen pública su imagen: hace falta grandeza de alma, porque sólo la grandeza de alma despierta vida y convoca.

No tenemos derecho a la indiferencia y al desinterés o a mirar hacia otro lado. No podemos «pasar de largo» como lo hicieron los de la parábola. Tenemos responsabilidad sobre el herido que es la Nación y su pueblo. Se inicia hoy una nueva etapa en nuestra Patria signada muy profundamente por la fragilidad: fragilidad de nuestros hermanos más pobres y excluidos, fragilidad de nuestras instituciones, fragilidad de nuestros vínculos sociales…¡Cuidemos la fragilidad de nuestro Pueblo herido! Cada uno con su vino, con su aceite y su cabalgadura. Cuidemos la fragilidad de nuestra Patria. Cada uno pagando de su bolsillo lo que haga falta para que nuestra tierra sea verdadera Posada para todos, sin exclusión de ninguno. Cuidemos la fragilidad de cada hombre, de cada mujer, de cada niño y de cada anciano, con esa actitud solidaria y atenta, actitud de projimidad del Buen Samaritano.

Que nuestra Madre, María Santísima de Luján, que se ha quedado con nosotros y nos acompaña por el camino de nuestra historia como signo de consuelo y de esperanza, escuche nuestra plegaria de caminantes, nos conforte y nos anime a seguir el ejemplo de Cristo, el que carga sobre sus hombros nuestra fragilidad.

Buenos Aires, 25 de mayo de 2003.

Card. Jorge Mario Bergoglio S.J., arzobispo de Buenos Aires

* «Y entonces, un doctor de la ley se levantó y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida Eterna?» Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?» Él le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo».

«Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida». Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?». Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: «Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver» ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera». (Lc. 10, 25-37)

Este documento fue publicado como suplemento
del Boletín Semanal AICA Nº 2425 del 11 de junio de 2003

DESCUBRIMIENTO DE LA PATRIA

1. Dije yo en la ciudad de la Yegua Tordilla:
“La Patria es un dolor que aún no tiene bautismo”.
Los apisonadores de adoquines
me clavaron sus ojos de ultramar;
y luego devoraron su pan y su cebolla
y en seguida volvieron al ritmo del pisón.

2. ¿Con qué derecho definía yo la Patria,
bajo un cielo en pañales
y un sol que todavía no ha entrado en la leyenda?
Los apisonadores de adoquines
escupieron la palma de sus manos:
en sus ojos de allende se borraba una costa
y en sus pies forasteros ya moría una danza.
“Ellos vienen del mar y no escuchan”, me dije.
“Llegan como el otoño: repletos de semilla,
vestidos de hoja muerta.”
Yo venía del sur en caballos e idilios:
“La Patria es un dolor que aun no sabe su nombre”.

3. Una lanza española y un cordaje francés
riman este poema de mi sangre:
yo también soy un hijo del otoño,
que llegó del oriente sobre la tez del agua.
¿Qué harían en el Sur y en su empresa de toros
un cordaje perdido y una lanza en destierro?
Con la virtud erecta de la lanza
yo aprendí a gobernar los rebaños furiosos;
con el desvelo puro del cordaje
yo descubrí la Patria y su inocencia.

4. La Patria era una niña de voz y pies desnudos.
Yo la vi talonear los caballos frisones
en tiempo de labranza;
o dirigir los carros graciosos del estío,
con las piernas al sol y el idioma en el aire.
(Los hombres de mi estirpe no la vieron:
sus ojos de aritmética buscaban
el tamaño y el peso de la fruta.)

5. La Patria era un retozo de niñez
en el Sur aventado, en la llanura
tamborileante de ganaderías.
Yo la vi junto al fuego de las yerras:
¡estampaba su risa en los novillos!
O junto al universo de los esquiladores,
cosechando el vellón en las ovejas
y la copla en las dulces guitarras de setiembre.
(No la vieron los hombres de mi clan:
sus ojos verticales se perdían
en las cotizaciones del Mercado de Lanas).

6. Yo vi la Patria en el amanecer
que abrían los reseros con la llave
mugiente de las tropas.
La vi en el mediodía tostado como un pan,
entre los domadores que soltaban y ataban
el nudo de la furia en sus potrillos.
La vi junto a los pozos del agua o del amor,
¡niña, y trazando el orbe de sus juegos!
Y la vi en el regazo de las noches australes,
dormida y con los pechos no brotados aún.

7. Por eso desbordé yo mi copa de tierra
y un cachorro del viento pareció mi lenguaje.
Por eso no he logrado todavía
sacarme de los hombros este collar de frutas,
ni poner en olvido aquel piafante
cinturón de caballos
ni esta delicia en armas que recogí en Maipú.

8. Guardosos de semilla,
vestidos de hoja muerta,
los hombres de mi clan ignoraron la Patria.
Con el temblor sin sueño del cordaje
la descubrí yo solo allá en Maipú.
Y de pronto, en el mismo corazón de mi júbilo,
sentí yo la piedad que se alarmaba
y el miedo que nacía.
“La Patria es un temor que ha despertado”,
me dije yo en el Sur y en su empresa de toros.
“Niña y pintando el orbe de su infancia,
en su mano derecha reposa la del ángel
y en su izquierda la mano tentadora del viento.”
El temor de la Patria y su niñez
me atravesó encostado (la cicatriz me dura).

9. Tal fue la enunciación, el derecho y la pena
que traje a la Ciudad de la Yegua Tordilla.
Y así les hablé yo a los inventores
de la ciudad plantada junto al Río,
y a sus ensimismados arquitectos,
o a sus frutales hombres de negocio:
“La Patria es un dolor en el umbral,
un pimpollo terrible y un miedo que nos busca.
No dormirán los ojos que la miren,
no dormirán ya ell sueño de los bueyes.”
(Los apisonadores de adoquines
masticaban su pan y su cebolla.)

10. Y así les hablé yo a los albañiles:
“La Patria es un peligro que florece.
Niña y tentada por su hermoso viento,
necesario es vestirla con metales de guerra
y calzarla de acero para el baile
del laurel y la muerte”.
(Los albañiles, desde sus andamios
hacían descender cautelosas plomadas).

11. Y dije todavía en la Ciudad,
bajo el caliente sol de los herreros:
“No solo hay que forjar el riñón de la Patria,
sus costillas de barro, su frente de hormigón:
es de urgencia poblar su costado de Arriba,
soplarle en la nariz el ciclón de los dioses.
La Patria debe ser una provincia
de la tierra y del cielo”.

12. Me clavaron sus ojos en ausencia
los amontonadores de ladrillos.
Los abismados hombres de negocio
medían en pulgadas la madera del norte.
Nadie oyó mis palabras, y era justo:
yo venía del Sur en caballos y églogas.

13. Y descubrí en mi alma: “Todavía no es tiempo:
no es el año ni el siglo ni la edad.
La niñez de la Patria jugará todavía
más allá de tu muerte y la de todos
los herreros que truenan junto al río”.

14. La Patria no ha de ser para nosotros
una madre de pechos reventones;
ni tampoco una hermana paralela en el tiempo
de la flor y la fruta;
ni siquiera una novia que nos pide la sangre
de un clavel o una herida.

15. Yo la vi talonear los caballos australes,
niña y pintando el orbe de sus juegos.
La Patria no ha de ser para nosotros
nada más que una hija y un miedo inevitable,
y un dolor que se lleva en el costado
sin palabra ni grito.

16. Por eso, nunca más hablaré de la
Patria.

Leopoldo Marechal

PARA NUESTRA PATRIA

Para nuestra patria,
próxima a la palabra divina,
un techo de nubes.
Para nuestra patria,
lejana de las cualidades del nombre,
un mapa de ausencia.
Para nuestra patria,
pequeña cual grano de sésamo,
un horizonte celeste… y un abismo oculto.
Para nuestra patria,
pobre cual ala de perdiz,
libros sagrados… y una herida en la identidad.
Para nuestra patria,
con colinas cercadas y desgarradas,
las emboscadas del nuevo pasado.
Para nuestra patria cautiva,
la libertad de morir consumida de amor.
piedra preciosa en su noche sangrienta,
Nuestra patria resplandece a lo lejos
e ilumina su entorno…
Pero nosotros en ella
nos ahogamos sin cesar.

Mahmud Darwish

COMPASIÓN POR LA PATRIA

«Ese sentimiento de punzante ternura por una cosa bella, preciosa, frágil y perecedera, tiene un calor distinto al de la grandeza nacional. La energía de la que procede es muy intensa y perfectamente pura. ¿Acaso un hombre no es capaz de heroísmo para proteger a sus hijos o a sus padres ancianos, los cuales no se asocian comúnmente al prestigio de la grandeza? Un amor perfectamente puro hacia la patria tiene afinidades con los sentimientos que le inspiran a un hombre sus hijos, sus padres ya mayores o una mujer amada. La idea de la debilidad puede inflamar el amor tanto como la de la fuerza, pero se trata de una llama con una muy distinta pureza. La compasión por la fragilidad va siempre unida al amor de la auténtica belleza, pues sentimos vivamente que las cosas verdaderamente bellas deberían tener asegurada, y no la tienen, una existencia eterna»

Simone Weil

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